Gritos desde la selva: el sonido de la vergüenza humana

Desde Roboré, desde la selva, se oyen alaridos de dolor mientras, en las ciudades, los profetas del desarrollismo nos tapan los ojos y otros «buscan convertir la muerte en capital político».

Importante: Al final de la nota encuentras info sobre 23 puntos de acopio de herramientas, insumos y donaciones, en siete ciudades.

Valeria Canelas

Una de las cosas que más me impresiona de la selva es cómo suena.

Un sonido que se te mete dentro y que te deja escuchar tu respiración acompasada con lo que te rodea. Suena a humedad, a diversos matices de cantos, a zumbidos imposibles de insectos, a peces y animales chapoteando en el agua, a hojas crepitando bajo las pisadas de los cuerpos animales, al viento internándose en las cosas.

Ahora ese sonido está silenciado por el ruido del horror.

Seguramente el dolor de la selva suene así:

Los chillidos de los animales
quemándose.

Árboles calcinados derrumbándose.

Y el silencio que viene después, cuando el viento ya sólo transporta ceniza inflamada de muerte.

Pero lo increíble es que parece que nadie escucha.

El cielo de las ciudades se oscurece, nos anochece encima, y simplemente lo asumimos, prendemos luces, sacamos fotos, seguimos caminando como si no fuera el apocalipsis sucediendo.

En Bolivia, mientras tanto, sigue impasible la campaña.

Se busca reconvertir la muerte en capital político.

Se espera que pase el tiempo,
como aceptando lo inevitable
como contando con que al final todo se olvida y pasa.

Y luego esos terrenos arrasados servirán para producir soja, para alimentar y pastorear ganado.

Y se llevará esa carne y esa soja a la flamante ciudadela nuclear de El Alto para irradiarlas y así poder exportarlas.
Luego, en pocos años, descubrirán que no llueve.

Que ya no llueve
nunca.

Y que los embalses ya no existen.
Descubrirán que ya no hay agua
porque el agua venía de la selva.

Porque el agua era esa humedad transformada en líquido en el altiplano seco.

Y ya no habrá agua para irradiar soja y carne.

Y ya no habrá agua para el funcionamiento del reactor nuclear,
a pesar de los 300 millones de dólares invertidos.

A pesar de haber batido el récord de ser la central nuclear construida a mayor altura
del mundo.

A pesar de la retórica triunfal con la que se inauguró la ciudadela
que, inevitablemente, se convertirá en ruina ante la inapelable materialidad de la sequía.

Iremos olvidando los diversos cantos de los pájaros.

Iremos olvidando el sonido de la selva
que, aunque nos cueste creerlo, está ligado a nuestra respiración.

Nuestro cuerpo respira gracias a la selva.

Si las selvas del mundo callan, dejaremos de respirar y ya sólo quedará la agonía de la asfixia.

Estremece pensar que se tiene la tecnología para observar vía satélite en tiempo real los incendios, las manchas rojas reconfigurando el paisaje, y que ese nivel tecnológico no sirve para frenar el ecocidio al que estamos asistiendo, impasibles, quietos.

Como si no fuera con nosotros.

Como si todavía tuviéramos tiempo.

En Bolivia todavía los políticos piensan que el ecocido es un mal necesario para alcanzar ese espejismo llamado progreso.

Hacia que horizonte de progreso nos estamos dirigiendo?

Hacia el que dicta el mercado: soja transgénica, carne, madera.

Pero cuando el colapso del planeta se haya consumado, las manifestaciones concretas del mercado también serán ruinas absurdas en las que leeremos fácilmente las instrucciones que se nos dieron para llegar al desastre, las instrucciones que seguimos con disciplina ciega, con la vista nublada por esa imagen de progreso que, comprobaremos cuando ya sea tarde, es contraria a la vida. No hay progreso posible que justifique tanta muerte.

Leía en un hilo de Twitter lo siguiente:

«En su libro “Estados de negación” el sociólogo Stanley Cohen acuñó el término «negación de las implicaciones» para referirse al posicionamiento en el que se reconocen los hechos, pero se niegan o minimizan las consecuencias prácticas que deberían derivarse de ese conocimiento. Según Cohen esta reacción, extraordinariamente común, puede apoyarse en racionalizaciones lógicas.» En este tipo de racionalización entra el argumento del progreso y el desarrollismo con el que día a día se nos intentan vender los megaproyectos que están destruyendo la selva.

«La selva está muriendo pero tenemos que desarrollarnos como país.»

«Las especies están desapareciendo pero es la única manera de construir las carreteras que conducirán al país al progreso.»

«Los ríos están envenenados de mercurio pero es lo que tenemos que hacer para alcanzar un futuro próspero y soberano.»

«Las poblaciones están siendo desplazadas pero vamos mejorando nuestros indicadores económicos.»

Esa negación de las implicaciones nos está llevando al silencio de la selva, a la extinción de la vida, a la muerte del planeta.

Ahora la selva suena a ardillas, tejones, capibaras, jaguares, huyendo de la muerte, quemándose las patas mientras corren sobre suelos de cenizas incandescentes.

Suena a pájaros mudos intoxicados de humo.

Suena a árboles calcinados.

Es el sonido de la vergüenza que somos como especie.


Fuente: muywaso.com

Comenta y dale me gusta a masnoticiasdigital

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *